sábado, 3 de agosto de 2013
Las tensiones de la adoración: solemnidad y gozo
Todo el que ha volado alguna vez una cometa, sabe que la clave está en ponerse de espaldas al viento para que la tensión provoque que se eleve. Si no hay tensión, no hay vuelo. Y algo similar ocurre con la adoración en la iglesia. Si queremos adorar a Dios como Él merece ser adorado, debemos aprender a manejar las tensiones que eso produce sin dejarse arrastrar por ninguno de los extremos en el que muchas iglesias de nuestra generación han caído. Como la tensión entre la solemnidad y el gozo, la reverencia y la alegría.
Por ejemplo, en Deut. 28:47-48, el Señor anuncia de antemano al pueblo de Israel que una de las razones por las que vendrían sobre ellos las maldiciones de la ley, era el hecho de que ellos le no servirían “con alegría y gozo de corazón” por todas las cosas que Él nos ha concedido de pura gracia: “Por cuanto no serviste a Jehová tu Dios con alegría y con gozo de corazón, por la abundancia de todas las cosas, servirás, por tanto, a tus enemigos que enviare Jehová contra ti, con hambre y con sed y con desnudez, y con falta de todas las cosas; y él pondrá yugo de hierro sobre tu cuello, hasta destruirte”.
Pero luego les dice en los versículos 58 y 59: “Si no cuidares de poner por obra todas las palabras de esta ley que están escritas en este libro, temiendo este nombre glorioso y temible: JEHOVÁ TU DIOS, entonces Jehová aumentará maravillosamente tus plagas y las plagas de tu descendencia, plagas grandes y permanentes, y enfermedades malignas y duraderas”. Debemos aprender alegrarnos en Dios y temerle a Dios.
Dice David en el Salmo 2:11: “Servid a Jehová con temor, y alegraos con temblor” (comp. Sal. 4:4 y 7; 33:1-3, 8-9). Hay una tensión saludable aquí que debemos mantener en nuestros cultos, entre la solemnidad y el gozo, entre la reverencia y la alegría; de lo contrario no podremos comunicar apropiadamente los diversos aspectos que encontramos en el evangelio.
Pocos pasajes del NT presentan esta realidad en una forma más impresionante que He. 12:18-29. El autor de la epístola está haciendo un contraste aquí entre la experiencia de Israel al pie del monte Sinaí, cuando el Señor descendió para darles la Ley, y la que experimenta la Iglesia hoy cuando se reúne como cuerpo en el día del Señor. El pueblo de Israel se había acercado a un “monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la oscuridad y a la tempestad, al sonido de la trompeta, y a la voz que hablaba, la cual los que la oyeron rogaron que no se les hablase más” (He. 12:18-19). Era tan terrible lo que se veía que aún Moisés exclamó: “Estoy espantado y temblando”.
Pero la iglesia se ha acercado más bien “al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (12:22-24).
En otras palabras, lo que los judíos experimentaron en el Sinaí no era más que la sombra de una realidad más sorprendente. Y es a esa realidad que nosotros nos acercamos cada domingo en nuestros cultos congregacionales: “Mirad que no desechéis al que habla. Porque si no escaparon aquellos que desecharon al que los amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si desecháremos al que amonesta desde los cielos. La voz del cual conmovió entonces la tierra, pero ahora ha prometido, diciendo: Aún una vez, y conmoveré no solamente la tierra, sino también el cielo… Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor” (vers. 25-29).
El hecho de que la sangre de Cristo nos haya limpiado de todos nuestros pecados, no debería disminuir nuestra reverencia hacia Dios, sino más bien aumentarla, porque la obra redentora de Cristo es una clara indicación de que nuestro Dios no toma el pecado con ligereza. Los creyentes del Nuevo Pacto sabemos ahora que, por causa de nuestros pecados, Dios envió a Su propio Hijo a derramar Su sangre en la cruz, pues de otro modo nadie hubiese podido ser salvo. Por lo tanto, nosotros deberíamos experimentar una reverencia más profunda cuando nos acercamos a la presencia de Dios.
Pero ésta es sólo una cara de la moneda. Como bien señala Dan McCartney: “La verdadera adoración está llena de gozo precisamente porque está apercibida de cuán temible es Aquel a quien adoramos, y cuán grande es nuestro privilegio al permitírsenos acercarnos a Él”. De manera que si la adoración a Dios fue descrita en el antiguo pacto como una fiesta solemne, más razón tenemos ahora de verla de ese modo, porque nosotros vivimos de este lado de la cruz.
Es solemne porque estamos delante de un gran Dios que es “fuego consumidor”, y nosotros somos criaturas del polvo cargadas de pecado. Pero es festiva, porque ese gran Dios se ha compadecido de nosotros y ha diseñado un plan de redención que nos permite acercarnos a Él y tener comunión íntima con Él como un hijo con su Padre.
Nuestro reto es poder comunicar en nuestros cultos esa solemnidad y ese gozo en una forma accesible a las personas que ministramos, sin caer en ningún extremo. En palabras más sencillas, nuestras reuniones congregacionales no pueden llegar a convertirse en un jolgorio ni en un funeral. Y para lograr ese balance, también debemos aprender a manejar la tensión entre el entendimiento y las emociones. Pero eso lo veremos en la próxima entrada, si el Señor lo permite.
Gracias al pastor Sugel Michelen
Su página Todo Pensamiento Cautivo
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