El Albedrío Humano
Consecuentemente, partiremos de aquella misma definición en la que tú determinas el libre albedrío: "Además, por libre albedrío entendemos en este lugar la fuerza de la voluntad humana por la cual el hombre se puede aplicar a aquello que conduce a la salvación eterna, o apartarse de ello". Por cierto, tuviste buen cuidado en poner esta definición así en esta forma desnuda, sin aclarar ni una sola partícula de ella (como acostumbran hacerlo otros), en el temor de sufrir un naufragio, y posiblemente no uno solo. Así, pues, me veo ante la obligación de analizar estas partículas una por una. Evidentemente, un examen riguroso revela que la coa misma que tú tratas de definir, va más allá de los términos de tu definición. A una definición tal, los sofistas la llamarían viciosa, toda vez que la definición no abarca la cosa definida. Pues anteriormente hemos demostrado que el libre albedrío es propio de Dios y de nadie más. Quizá puedas atribuirle al hombre con alguna razón un albedrío. Pero atribuirle un libre albedrío en cosas divinas, esto es demasiado; porque según el juicio de todos los que oyen la expresión "libre albedrío", con ella se designa en sentido propio un albedrío que frente a Dios puede hacer y hace todo cuanto le place, sin estar trabado por ninguna ley ni por autoridad [imperio] alguna. En efecto a un siervo, que vive bajo la autoridad de un amo, no lo habrías llamado libre; ¡con cuánta menos razón llamamos libre a un hombre o a un ángel que bajo la absoluta autoridad de Dios (para no hallar del pecado y de la muerte) llevan su vida de manera tal que ni por un momento pueden subsistir con sus propias fuerzas! Por lo tanto, ya aquí en el comienzo mismo están en pugna la definición de la palabra y la definición de la cosa, puesto que la palabra significa algo distinta de lo que se entiende con la cosa misma. Más correcto empero seria hablar de un "albedrío inconstante" o "albedrío mutable" [yertibile arbitrium vel mutablte arbitrium]. Pues en esta forma Agustín y después de él los sofistas menguan la gloria y la fuerza de aquella palabra "libre" agregándole ese calificativo diminutivo y hablando de la inconstancia del libre albedrío. Y así debiéramos hablar también nosotros para no engañar los corazones de los hombres con palabras infladas y fastuosas pero vacías de contenido, como opina también Agustín al decir que, siguiendo una línea clara, nos corresponde hablar en términos sobrios y adecuados. Pues del que enseña se requiere que se exprese con simplicidad y de un modo apropiado para la discusión, y no con ampulosidad y figuras retóricas tendientes sólo a persuadir. Pero para no crear la impresión de que nos deleitamos en lides de terminología, hagamos por ahora al abuso si bien es un abuso grande y peligroso esa concesión de que el libre albedrío sea lo mismo que el albedrío inconstante. Concedamos también a Erasmo que presente la fuerza del libre albedrío como fuerza de la voluntad del hombre, como si lo de los ángeles no fuera libre albedrío, ya que en este libro él se propuso hablar solamente del libre albedrío de los hombres;' de no ser así, también en este punto la definición sería más estrecha que el asunto definido.
Vayamos a aquellos puntos en torno de los cuales gira lo verdaderamente esencial del problema. Algunos de estos puntos son lo suficientemente claros, otros rehuyen la luz, como si se sintieran culpables y tuvieron miedo de todo, cuando en realidad nada debe publicarse en forma más manifiesta y precisa que una definición; pues dar una definición oscura es lo mismo que no dar ninguna. Puntos claros son éstos: “la fuerza de la voluntad humana"; además: "por la cual el hombre se puede", y "a la salvación eterna". En cambio, estocadas a ciegas son éstas: "aplicar"; "a aquello que conduce", y "apartarse". ¿Qué cosa, pues, habremos de adivinar tras aquello de "aplicar" y "apartarse"? ¿Y qué es "aquello que conduce a la salvación eterna"? ¿A dónde se quiere llegar con todo esto? Ya veo que tengo que habérmelas con un verdadero Escoto o Heráclito, de modo que no puedo menos que fatigarme con una doble labor: primero, buscar afanosamente a mi adversario, palpando y a tientas, en fosos y tinieblas (lo cual es empresa llena de riesgos y peligros), y si no lo encuentro, luchar en vano y con fantasmas, golpeando el aire en la oscuridad. Y luego, habiéndolo sacado una vez a la luz, y exhausto ya de tanto buscar, sólo entonces puedo trabarme en lucha con él en igualdad de condiciones. Pues bien: "la fuerza de la voluntad humana" creo que es la expresión con que designas la potencia o facultad o habilidad o aptitud de querer, no querer, elegir, despreciar, aprobar y rechazar, y otras acciones volitivas que hubiere. Pero, qué quieres decir con que esta fuerza "se aplica" y "se aparta", no lo veo, a no ser que sea el mismo querer y no querer, elegir, despreciar, ::probar, rechazar, a saber, precisamente la acción volitiva, de modo que habríamos de imaginarnos que aquella fuerza es cierta cosa intermedia entre la voluntad misma y su acción, de manera que por ella, la voluntad misma produce la acción de querer y no querer, y por ella es producida la misma acción de querer y no querer. Otra cosa no es posible imaginar ni pensar aquí. Si me equivoco, échese la culpa al autor que dio la definición, y no a mí que la examino. Pues bien se dice entre los juristas: las palabras del que habla oscuramente a pesar de que podría haber hablado con mayor claridad, deben ser interpretadas en contra de él mismo. Y no quiero acordarme aquí, por el momento, de mis teólogos modernos con sus sutilezas; pues para que el enseñar y el entender sean efectivos, hay que hablar sin artificio. "Aquello empero que conduce a la salvación eterna", estimo que son las palabras y obras de Dios que son ofrecidas a la voluntad humana para que se aplique a ellas o se aparte de ellas. Mas con `palabras de Dios' yo entiendo tanto la ley como el evangelio. Por la ley se exigen obras, por el evangelio se exige fe. Pues no hay otra cosa que conduzca a la gracia de Dios o a la salvación eterna sino únicamente la palabra y la obra de Dios, por cuanto la gracia o el espíritu es la vida misma a la cual somos conducidos por la palabra y obra de Dios.
Esta vida empero o salvación eterna es algo que la comprensión humana no puede captar, como afirma Pablo en 1ª Corintios 2 citando un pasaje de Isaías: "Cosas que ojo no vio ni oído oyó ni han subido en corazón de hombre, las cuales Dios ha preparado para los que le aman”. Pues entre los artículos supremos de nuestra fe se cuenta también aquel donde decimos: "Y la vida eterna". Pero lo que en este artículo es capaz de hacer el libre albedrío, lo atestigua Pablo en 1ª Corintios 2. "Dios dice nos las reveló a nosotros por su Espíritu", esto es, si el Espíritu no lo hubiese revelado, ningún corazón humano sabría algo de estas cosas ni pensaría en ellas, tan lejos está el libre albedrío de poder aplicarse a ellas o de poder desearlas. Fíjate en la experiencia: ¿qué opinión respecto de la vida futura y la resurrección tuvieron los más destacados ingenios de entre los gentiles? ¿Acaso no es así que cuanto más destacados fueron por su ingenio, tanto más ridícula fue para ellos la resurrección y la vida eterna? Filósofos ingeniosos, y nada menos que griegos, fueron también aquellos hombres que llamaron "siembra palabras" y pre¬dicador de nuevos espíritus" a Pablo cuando les habló de estas co¬sas. Porcio Festo, según Hechos 24, llamó loco a Pablo por su predicación acerca de la vida eterna. ¿Qué sandeces profiere Plinio respecto de estas cosas en su Libro Séptimo?, ¿y Luciano, un tan grande ingenio? ¿Acaso todos éstos fueron unos estúpidos? En una palabra: Hasta hoy día la mayoría de los hombres se ríes de este articulo y lo consideran una fábula, tanta más cuanto mayor es su ingenio y erudición, y eso públicamente. Pues en lo oculto de su corazón ningún hombre, a menos que esté lleno del Espíritu Santo, conoce, cree o desea la salvación eterna, aunque en palabras y escritos la mencionen y ponderen a menudo. ¡Y quiera Dios, Erasmo mío, que tú y yo estuviésemos libres de esta levadura!, tan escasos son los corazones creyentes en cuanto a este artículo. ¿He acertado ahora el sentido de tu definición?
Así que según Erasmo, el libre albedrío es una fuerza de la voluntad la cual (fuerza) puede por si misma querer y no querer la palabra y la obra de Dios por las cuales el libre albedrío es llevado a aquello que está más allá de su capacidad de comprensión e imaginación. Pero si puede querer y no querer, puede también amar y odiar. Y si puede amar y odiar, puede también en cierta modesta medida [aliquantulum] cumplir la ley y creer el evangelio; porque si quieres algo, o no lo quieres, forzosamente puedes, con esta voluntad, hacer siquiera parte de la obra intentada, aun cuando por impedimento de otro no lo puedas llevar a cabo. Y bien: ya que entre las obras de Dios que conducen a la salvación figuran la muerte, la cruz y todos los males de este mundo, la voluntad humana podrá querer también la muerte y su propia perdición. Más aún: si puede querer la palabra y la obra de Dios, puede quererlo todo; pues ¿qué puede haber debajo, encima, dentro o fuera de la palabra y obra de Dios en lugar alguno, sino Dios mismo? Pero ¿qué queda aquí para la gracia y el Espíritu Santo? Esto significa directamente atribuirle carácter divino [divinitatem] al libre albedrío; porque querer la ley y el evangelio, no querer el pecado, y querer la muerte, es cosa del poder divino solamente, como Pablo afirma en más de un Pasaje'". Resulta pues que después de los pelagianos, nadie escribió acerca del libre albedrío cosas más acertadas que Erasmo. En efecto: en párrafos anteriores dijimos que el libre albedrío es un título divino y significa un poder divino. Sin embargo, hasta ahora nadie le atribuyó este poder excepto los pelagianos; porque los sofistas, sea cual fuere su opinión, se expresan en forma muy distinta. Y hasta a los mismos pelagianos, Erasmo los supera ampliamente: éstos atribuyen esa divinidad al libre albedrío entero; Erasmo en cambio al medio, por cuanto los pelagianos establecen dos partes del libre albedrío, la fuerza de discernir y la fuerza de elegir, y atribuyen la una a la razón, la otra a la voluntad, cosa que hacen también los sofistas; pero Erasmo, poniendo a un lado la fuerza de discernir destaca la fuerza de elegir sola, y así convierte en dios a un albedrío cojo y semilibre. ¿Qué crees que habría hecho si su propósito hubiese sido describir el libre albedrío entero?
Pero no contento con esto, Erasmo sobrepuja también a los filósofos. Entre ellos, en efecto, aún no se llegó a definir si una cosa puede moverse a si misma. Sobre este punto hay una discusión entre platónicos y peripatéticos que se evidencia en todo el campo de la filosofía. Pero para Erasmo, el libre albedrío no sólo se mueve a si mismo con su propia fuerza, sino que también se aplica a lo que es eterno, vale decir, incomprensible para él; en verdad, un definidor enteramente novedoso e inaudito del libre albedrío, que deja muy lejos tras sí a los filósofos, pelagianos, sofistas y demás. Y como si esto fuera poco, no para ni ante sí mismo sino que disiente y lucha consigo mismo mucho más que con todos los otros: antes había dicho que la voluntad humana sin la gracia divina es totalmente ineficaz (a no ser que lo haya dicho en broma), aquí, empero, donde da una definición en serio dice que la voluntad humana posee esa fuerza por la cual es capaz de aplicarse a lo que es pertinente a la salvación eterna, esto es, a lo que supera incomparablemente aquella fuerza. Así que en este punto Erasmo se sobrepuja aun a si mismo. ¿Viste, Erasmo querido, que con esta definición te delataste a ti mismo (creo que por imprudencia) evidenciando que no tienes el más remoto conocimiento de estas cosas, o que escribes acerca de ellas en forma totalmente irreflexiva y despreocupada, sin noción de lo que dices o afirmas? Y como ya dije antes, dices menos del libre albedrío y sin embargo le atribuyes más que todos los otros, puesto que no describes el libre albedrío entero, y no obstante le atribuyes todo. Mucho más tolerable es lo que enseñan los sofistas, o al menos el padre de ellos, Pedro Lombardo: ellos dicen que el libre albedrío es la facultad de discernir, y además también de elegir, a saber, de elegir el bien si está presente la gracia (divina), el mal empero si la gracia falta. Y expresamente observa Pedro Lombardo, en coincidencia con Agustín, que por su propia fuerza, el libre albedrío sólo puede caer y no es capaz sino de pecar. De ahí que en su libro II contra Juliano, Agustín llama al albedrío "esclavizado" [servum] más bien que libre. Tú en cambio estableces por ambas partes una fuerza igual del libre albedrío, de modo que ese albedrío, sin la gracia, por su sola fuerza, puede aplicarse a sí mismo al bien como que puede también apartarse a sí mismo del bien. Pues no piensas cuánto le atribuyes al libre albedrío con ese pronombre SE o A SI MISMO; no piensas que al decir que SE puede aplicar, excluyes por entero al Espíritu Santo con todo su poder, como si fuera superfluo y no necesario. Por ende, tu definición es condenable hasta entre los sofistas, quienes si no rabiasen de tal manera contra mí cegados por la envidia, más bien se lanzarían con furia contra el libro tuyo. Ahora, por cuanto atacas a Lutero, a pesar de estar hablando contra ti mismo y contra ellos, sólo dices cosas santas y católicas. Tan grande es la paciencia de esos santos varones.
No digo esto porque la opinión de los sofistas respecto del libre albedrío cuente con mi aprobación, sino porque la considero más tolerable que la de Erasmo, puesto que se acercan más a la verdad. En efecto: no dicen, como lo digo yo, que el libre albedrío es una nada; sin embargo, por el hecho de que ellos, ante todo el Maestro de las Sentencias, afirman que el libre albedrío sin la gracia no es capaz de nada, están en desacuerdo con Erasmo; y más aún, parece que están en desacuerdo también entre ellos mismos, y que corren en círculo empeñados sólo en controversia verbal, más ávidos de disputa que de la verdad, como cuadra a sofistas. Pues imagínate que me sea presentado un sofista, y no precisamente uno de los ma¬los, con quien yo pudiera discutir estas cosas confidencialmente, en diálogo amistoso, y al que pudiera pedir un juicio sincero y libre, en esta forma: Si alguien te dijese: libre es aquello que por su propio poder sólo es capaz de obrar en una dirección, a saber, en dirección a lo malo, mientras que en la otra dirección, a saber, en dirección a lo bueno, por cierto puede obrar, pero no por su propio poder, sino únicamente con la ayuda de otro, ¿podrías contener la risa, amigo mío? Pues de esta manera me será fácil demostrar que hasta una piedra o un tronco posee un libre albedrío; ya que puede dirigirse hacia arriba y hacia abajo, por su propia fuerza sin embargo sólo hacia abajo, hacia arriba en cambio únicamente con la ayuda de otro. Y como ya dije antes, al fin y al cabo podríamos invertir el uso de todas las lenguas y palabras y afirmar: "Ninguno es todos, nada es todo", refiriendo lo uno a la cosa misma, lo otro a una cosa ajena que podría pertenecerle, o agregársele accidentalmente. Así, por discutir en exceso, finalmente convierten también el libre albedrío accidentalmente en libre, ya que de vez en cuando puede ser hecho libre por otro. Pero la pregunta es: qué puede el libre albedrío "por sí mismo", cuál es la esencia de la libertad del albedrío. Si esta pregunta se ha de resolver, del libre albedrío no quedará más que la palabra vacía, quieran o no. También en esto fracasan los sofistas: en que atribuyen al libre albedrío la fuerza de discernir lo bueno, y desdeñan [premunt] la regeneración y renovación en el Espíritu, asignándole, como algo externo, aquella ayuda ajena; de esto hablaré más tarde. En cuanto a la definición, basta lo que se acaba de exponer. Veamos ahora los argumentos con que se ha querido inflar a aquella vana palabrita. En primer lugar está aquel pasaje de Eclesiástico 16: "Dios desde el principio creó al hombre y le dejó en mano de su decisión. Añadió sus mandamientos y preceptos. Si quieres guardar sus mandamientos, y conservar perpetuamente una fe grata, ellos te guardarán. Ante ti he colocado el fuego y el agua; a lo que quieras, extiende tu mano. Ante el hombre está la vida y la muerte, lo bueno y lo malo; lo que le plugiere, le será dado". Aunque pudiera rechazar este libro con buenas razones, sin embargo por ahora lo acepto para no envolverme, con pérdida de tiempo, en una disputa acerca de los libros que fueron recibidos en el canon hebreo al que tú criticas con bastante mordacidad y sorna, comparando los Proverbios de Salomón y el Cántico amatorio (como tú lo llamas con ambigua ironía) con los dos libros de Esdras, con Judith, con la Historia de Susana y el Dragón y con Ester este último, por más que lo tengan en el canon, es a juicio mío de todos los nombrados el más digno de no figurar entre los libros canónicos. Podría, sin embargo, responder brevemente con sus propias palabras: En este lugar, la Escritura es oscura y ambigua, por eso no prueba nada concreto. Mas como nosotros estamos en el bando que niega el libre albedrío, exigimos de vosotros que nos indiquéis un pasaje que compruebe con claras palabras qué es el libre albedrío y qué poder tiene. Esto lo haréis quizás para las calendas griegas, a pesar de que tú, para eludir esta necesidad, derrochas muchas buenas palabras y entre tanto andas como pisando huevos recitando tantas opiniones sobre el libre albedrío que por poco lo conviertes a Pelagio en evangélico. Asimismo inventas una cuádruple gracia para poder atribuir incluso a los filósofos una especie de fe y amor, e igualmente esa triple ley, a saber, ley de la naturaleza, de las obras y de la fe una nueva fábula, por supuesto, para poder afirmar que los preceptos de los filósofos concuerdan estrechamente con los preceptos evangélicos. Después está aquel pasaje del Salmo 4: "Perceptiblemente está sobre nosotros, oh Señor, la luz de tu rostro". Allí se habla de conocimiento del propio rostro de Dios, esto es, de la fe. Y tú lo aplicas a la razón enceguecida. Si un cristiano colacionase todo esto, no podría menos que sospechar que tú te burlas y te ríes de los dogmas y de la religión de los cristianos. Porque atribuir semejante ignorancia a un hombre que con tanta diligencia analizó todo lo que nosotros presentamos y lo conservó en la memoria, esto me resulta sumamente difícil. Pero por el momento no proseguiré con esto y me conformaré con haberlo indicado, hasta que se ofrezca una oportunidad mejor. Te ruego sin embargo, Erasmo mío, que no nos pongas a prueba de esta manera como si fueses uno de aquellos que dicen: "¿Quién nos ve?". Además, en una cuestión de tanta importancia es peligroso bromear continuamente ante cualquiera con palabras versátiles. Pero vayamos al caso.
De una opinión sola en cuanto al libre albedrío, tú construyes una opinión triple. Dura, sin embargo bastante aceptable, te parece la opinión de aquellos que dicen que sin una gracia peculiar, el hombre no puede querer lo bueno, no puede hacer el comienzo, no puede avanzar, no puede terminar, etc.; esta opinión la apruebas porque le reconoce al hombre la capacidad para la aspiración y el esfuerzo, pero no le reconoce nada que él pueda atribuir a sus propias fuerzas. Más dura te parece la opinión de los que sostienen que el libre albedrío no es capaz de nada sino de pecar, y que solamente la gracia obra en nosotros lo bueno, etc. Pero la más dura de todas es para ti la opinión de aquellos que dicen que el libre albedrío es una palabra vacía, y que antes bien, Dios obra en nosotros tanto lo bueno como lo malo, y todo lo que es hecho, es hecho por pura necesidad. Contra esta última opinión confiesas dirigirte con tu escrito. ¿Sabes también lo que dices, Erasmo? Tú presentas aquí opiniones como si fuesen las de otras tantas escuelas, porque no tiendes que la misma cuestión ha sido discutida de varias maneras ya con estas palabras, ya con aquellas, por nosotros que todos profesamos públicamente la convicción de una y la misma "escuela" Pero queremos llamar tu atención a este hecho y demostrarte cuán superficial o embotado es tu juicio. Te pregunto: aquella definición del libre albedrío que diste en un párrafo anterior, ¿cómo cuadra con esa primera y bastante aceptable opinión? Dijiste, en efecto, que el libre albedrío es la fuerza de la voluntad humana por la cual el hombre se puede aplicar a lo bueno. Aquí en cambio dices, y aceptas que se diga, que sin la gracia el hombre no puede querer lo bueno. La definición afirma lo que su ejemplificación niega; y en tu libre albedrío se halla simultáneamente un Si y un No, de modo que al mismo tiempo nos apruebas y condenas, y te condenas y apruebas también a ti mismo, en uno y el mismo dogma y articulo. ¿O crees acaso que no es algo bueno el aplicarse a lo que es pertinente a la salvación eterna acción ésta que tu definición atribuye al libre albedrío , dado que ni habría necesidad de gracia si en el libre albedrío hubiera tanto de bueno que él se puede aplicar a sí mismo a lo bueno? Así que una cosa es el libre albedrío que tú defines, y otra el que defiendes. Y resulta así que Erasmo tiene sobre los demás hombres la ventaja de poseer dos libres albedríos, que están en franca oposición el uno al otro.
Pero dejemos a un lado lo que inventó la definición, y veamos lo que la opinión misma propone como lo contrario. Admites que sin una gracia peculiar el hombre no puede querer lo bueno (pues no está en discusión ahora lo que puede la gracia de Dios, sino lo que puede el hombre sin la gracia). Admites por lo tanto que el libre albedrío no puede querer lo bueno, y esto no es otra cosa que: el libre albedrío no se puede aplicar a sí mismo a lo que es pertinente a la salvación eterna, como rezaba tu definición. Más aún: poco antes dices que la voluntad humana después de la caída [post peccatum] es tan depravada que el hombre, perdida ya su libertad, está obligado a servir al pecado y no tiene la capacidad de volver a mejorarse. Y si no me equivoco, sostienes que ésta fue la opinión de los pelagianos. Creo que aquí Proteo ya no tiene ninguna escapatoria. Lo tienen aprisionado claras palabras, a saber, que "perdida ya la libertad, la voluntad está bajo coacción [cogit] y es retenida en la esclavitud del pecado". ¡Oh excelso libre albedrío, del cual el mismo Erasmo dice que perdió la libertad y es esclavo del pecado! Si esto lo dijera Lutero, nunca se habría oído nada más absurdo, ni se podría poner en conocimiento del pueblo nada más inútil que esta paradoja, de modo que sería imprescindible escribir también unas Disquisiciones contra él. Pero quizás nadie me crea que estas cosas son afirmaciones de Erasmo. Bien, léanse el párrafo correspondiente en su Disquisición, y quedarán asombrados. Sin embargo, yo ya no me asombro mayormente. Pues el que no toma en serio esta cuestión ni es afectado por lo menos en algo por ella, sino que siente en su corazón una verdadera aversión contra ella, un tedio o una frialdad, o si le produce náuseas, ¿cómo un hombre tal no habría de decir por doquier cosas absurdas, improcedentes y contradictorias mientras discute el problema como un ebrio o dormido y eructa entre ronquido y ronquido "Si" y "No" al son de las distintas palabras que llegan a sus oídos? Por eso los maestros de retórica requieren afecto de parte del que defiende una causa; con mucha más razón, la teología requiere un afecto tal que haga al defensor de su causa vigilante, perspicaz, activo, prudente y decidido.
Por lo tanto, si el libre albedrío sin la gracia, perdida ya la libertad, está obligado a servir al pecado y no puede querer lo bueno, yo quisiera saber qué es esa aspiración, y qué ese esfuerzo para los cuales aquella primera y aceptable opinión le reconoce al hombre la capacidad. No puede ser una aspiración buena ni un esfuerzo bueno, puesto que el libre albedrío no puede querer lo bueno, como dice la opinión aquella y como también se admite. Lo que queda, por lo tanto, es aspiración mala y esfuerzo malo, que tras la pérdida de la libertad están obligados a servir al pecado. ¿Y qué te preguntase quiere decir a su vez con esto? ¿Esta opinión reconoce al hombre la aspiración y el esfuerzo, y no obstante no le reconoce nada que él pueda atribuir a sus propias fuerzas? ¿En qué mente cabe esto? Si a las fuerzas del libre albedrío les quedan la aspiración y el esfuerzo, ¿por qué no se las habría de atribuir? Si no se las debe atribuir, ¿cómo pueden quedar con ellas? ¿0 será que esa aspiración y ese esfuerzo previos a la gracia son dejados también ala futura gracia misma y no al libre albedrío, de modo que a un tiempo se los deja con el libre albedrío, y no se los deja? Si esto no son paradojas o mejor dicho monstruosidades, ¿qué son entonces monstruosidades? Pero quizás la Disquisición sueñe con la idea de que entre estos dos, el poder querer lo bueno y el no poder querer lo bueno, exista algo neutral [medium quod], a saber, el Querer en sí [absolutum Velle], que de por sí no tiende hacia lo bueno ni hacia lo malo, de modo que con cierta argucia dialéctica podamos sortear los escollos y decir: En la voluntad del Nombre hay cierto querer que sin la gracia por cierto no es capaz de obrar nada en dirección a lo bueno; sin embargo, tampoco es el caso que sin la gracia inmediatamente quiera sólo lo malo, sino que es un puro y mero querer, que por la gracia puede ser vertido hacia arriba a lo bueno, y por el pecado puede ser vertido hacia abajo a lo malo. Pero ¿dónde queda entonces la afirmación de que el libre albedrío, perdida la libertad, está obligado a servir al pecado? ¿Dónde queda aquella aspiración que aún permanece, y el esfuerzo?, ¿dónde la fuerza de aplicarse a aquello que es pertinente a la salvación eterna? Pues esa fuerza de aplicarse a la salvación no puede ser un puro querer, a menos que se quiera decir que la salvación misma es una nada. Además, tampoco el aspirar y esforzarse puede ser un puro querer, ya que puede extenderse hacia algo (por ejemplo hacia lo bueno) y hacer esfuerzos por alcanzarlo, y no puede arrojarse al vacío o sofrenar el empeño. En resumen: por más que la Disquisición se haya dirigido ya en esta dirección, ya en aquella, no puede eludir las contradicciones y afirmaciones reñidas una con la otra, de modo que el propio libre albedrío que ella defiende, no es tan cautivo como lo es ella. Pues tanto se enreda en su intento de liberar el albedrío, que es atada juntamente con el libre albedrío con lazos indisolubles.
Además, que en el hombre haya un querer neutral y puro, no es más que una invención dialéctica; y quienes lo aseveran, no lo pueden probar. Esa invención nació del desconocimiento de las cosas y del respeto ante los vocablos, como si la realidad siempre fuese así como se la dispone en palabras; casos de estos los hay en cantidades ilimitadas entre los sofistas. La realidad en cambio es la que queda expresada en las palabras de Cristo: "El que no es conmigo, contra mi es". No dice: "El que no es conmigo, tampoco es contra mí, sino que es neutral". Pues si Dios está en nosotros, Satanás está lejos, y sólo está presente el querer lo bueno. Si Dios está lejos, Satanás está presente, y en nosotros no hay sino un querer lo malo. Ni Dios ni Satanás permiten que haya en nosotros un mero y puro querer; antes bien, como dijiste correctamente, tras haber perdido la libertad estamos obligados a servir al pecado; esto es, nosotros queremos el pecado y lo malo, decimos el pecado y lo malo, y hacemos el pecado y lo malo. Ves: a este punto fue llevada la irreflexiva Disquisición por la invencible y poderosísima verdad, y su sabiduría fue convertida en locura: queriendo hablar contra nosotros, es obligada a hablar a nuestro favor y en contra de sí misma, así como también el libre albedrío hace algo de bueno, a saber cuando obra contra lo malo, obra mal en grado máximo contra lo bueno, de modo que la Disquisición es en el decir igual que el libre albedrío en el hacer aunque también la misma Disquisición entera no es otra cosa que una obra sublime del libre albedrío que al defender condena y al condenar defiende, esto es, quiere ser tenida por sabia, y es doblemente estúpida.
Tal es el caso de la primera opinión confrontada consigo misma: niega que el hombre pueda querer un ápice de lo bueno (quicquam boni posse velle hominem), y no obstante sostiene que al hombre le queda la aspiración, que sin embargo tampoco se la reconoce como suya. Comparemos ahora esta opinión con las otras dos. La segunda, como ya sabemos, es aquella mas dura que sostiene que el libre albedrío no es capaz de nada sino de pecar. Esta., empero, es la opinión de Agustín que él expresa en muchos otros lugares, y especialmente en su libro Del espíritu y la letra, en el capítulo cuarto o quinto, si no me equivoco, donde usa precisamente estos términos. La tercera, la más dura de todas es la del propio Wiclef y de Lutero, y dice que el libre albedrío es una palabra vacía, y que 'todo lo que es hecho, es hecho por pura necesidad. Contra estas dos opiniones lucha la Disquisición. A ese respecto digo: Quizá no tengamos el suficiente dominio del latín o del alemán, y por eso no pudimos exponer cabalmente la cuestión misma. Pero Dios me es testigo de que con las últimas dos opiniones no quise decir, ni quise que se entendiera, otra cosa que lo que se expresa en la primera opinión. Tampoco creo que Agustín haya disentido de la opinión primera, ni puedo extraer de sus, propias palabras algo que esté en discrepancia con ella, de modo que las tres opiniones mencionadas por la Disquisición son para mí nada más que una sola; a saber, lo que expuse yo. Pues una vez que se ha admitido y determinado que tras la pérdida de la libertad, el libre albedrío está bajo coacción en la servidumbre del pecado y no puede querer un ápice de lo bueno, yo puedo sacar de estas palabras esa única conclusión: que el libre albedrío es una palabra vacía cuyo contenido real [es] se ha perdido. A una libertad perdida, mi gramática la llama ninguna libertad; mas otorgar el título de “libertad” a aquello que no posee ninguna libertad, es otorgárselo a una palabra vacía. Si aquí estoy errado, corríjame quien pueda; si lo que digo es oscuro y ambiguo, ilumínelo y precíselo quien pueda. A una salud perdida yo no la puedo llamar salud; y si se la hubiera de atribuir a .un enfermo, me parece que no se le habría atribuido más que un título vacío.
Pero ¡afuera con estas monstruosidades de palabras! Pues ¿quién puede soportar este abuso en el hablar, que por una parte digamos que el hombre posee un libre albedrío, y al mismo tiempo afirmemos que tras la pérdida de la libertad está bajo coacción en la servidumbre del pecado y no puede querer un ápice de lo bueno? Esto es contrario al sentido común y anula por completo el uso idiomático. Antes bien, a la Disquisición debe hacérsele el reproche de que sus propias palabras las deja correr como dormida, y las palabras de los demás no las toma en cuenta. No considera, digo, qué significa y cuánto implica decir: El hombre perdió la libertad, está obligado a servir al pecado, y no puede querer un ápice de lo bueno. En efecto: si la Disquisición estuviese despierta y pusiera la debida atención, vería claramente que el sentido de las tres opiniones que ella presenta como diversas y discrepantes, es en realidad uno y el mismo. Pues si alguien perdió la libertad y está obligado a servir al pecado y no puede querer lo bueno, ¿qué conclusión más exacta se puede hacer respecto de él que ésta: ese hombre peca, o quiere lo malo, porque así tiene que ser necesario? Así concluirían los mismos sofistas con sus silogismos. Por esto, la Disquisición arremete completamente en vano contra las últimas dos opiniones mientras aprueba la primera, porque las tres dicen lo mismo: y una vez más cae en su costumbre de condenarse a si misma y aprobar lo nuestro, y eso en uno y el mismo artículo.
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