Los que defienden el libre arbitrio más bien lo echan por tierra, que no lo confirman.
JUAN CALVINO
Introducción
Acaso no hay tema más importante en el campo de la antropología filosófica y teológica como el de la libertad humana. Es, también, uno de los temas que menos se aborda en los ámbitos eclesiales protestantes y, sobre todo, evangelicales. En algunos casos, porque no se acomete la tarea de indagar en un asunto tan profundo y difícil y, en otros, porque deliberada o solapadamente, la libertad ha sido desplazada como tema de interés por parte de los predicadores y pastores. En lo que se refiere a la “voluntad libre” conocida también como “libre albedrío”, la opinión generalizada es que el ser humano, por naturaleza y, a pesar del pecado, dispone de esa facultad. Pero ¿qué dice la Biblia? ¿Cómo la han interpretado los padres de la Iglesia, los escolásticos y, sobre todo, los padres de la Reforma? En el presente ensayo vamos a referirnos a la interpretación de Juan Calvino sobre el libre albedrío en el amplio espacio que dedica al tema en su Institución de la Religión Cristiana.[1] Recorreremos el largo camino que transita Calvino para exponer el tema comenzando con su referencia a los filósofos griegos, los padres de la Iglesia, especialmente San Agustín, para llegar a su propia definición del tema. Finalmente, veremos qué implicaciones tiene el tema para la teología y la comprensión de la condición humana en su relación con el bien, el mal y la voluntad de Dios.[2]
1. El libre albedrío según los griegos
La tesis central que expone Calvino en el capítulo II del volumen I de la Institución es enunciada claramente en estos términos: “El hombre se encuentra ahora despojado de su arbitrio, y miserablemente sometido a todo mal.”[3] Admite, a modo de presupuesto, que “si concedemos que no hay que quitar al hombre nada que sea suyo, también es evidente que es necesario despojarle de la gloria falsa y vana.”[4] Con ello, indica el propósito de lograr un equilibrio entre lo que hay que reconocer de virtuoso en el ser humano y, a su vez, despojarle de su vanagloria ya que, como dice casi a renglón seguido: “que se nos prive de toda alabanza de sabiduría y virtud, que es necesario para mantener la gloria de Dios.”[5] Es dentro de estos prolegómenos del tema donde Calvino hace referencia a una sentencia de San Agustín que el gran maestro africano repite varias veces en sus textos: “los que defienden el libre arbitrio más bien lo echan por tierra, que lo confirman.”[6] Esta es la conclusión a la que ha de arribar luego Calvino como resultado de su exposición. En la primera parte de la misma su referencia es a los filósofos, mostrando una vez más el error de quienes piensan que Calvino se refiere pura y exclusivamente a los datos bíblicos para elaborar su teología. Muy por el contrario, su marco teórico es muy amplio ya que recurre no solamente a la Biblia sino que en primer lugar hace referencia a los filósofos y a la patrística para luego derivar su enfoque a la Biblia. Pues bien, en su apelación a los filósofos, Calvino dice que en general piensan que la razón es “como una antorcha alumbra y dirige nuestras deliberaciones y propósitos, y rige como una reina a la voluntad.”[7] Refiriéndose a las facultades del alma, dice que según los filósofos son: entendimiento, sensualidad, apetito o voluntad. La voluntad es puesta en el medio entre la razón y la sensualidad lo cual coloca al ser humano en la disyuntiva entre obedecer a la razón o someterse a la sensualidad.
Para Calvino, los filósofos expresan cierta perplejidad porque “forzados por la experiencia misma, no niegan cuán difícil le resulta al hombre erigir en sí mismo el reino de la razón [...]”[8] A veces, dice Calvino, el ser humano es seducido por el placer[9], en otras, se ve fuertemente engañado por la apariencia del bien y todavía en otras circunstancias se ve fuertemente combatido por afectos desordenados. Citando la figura que usa Platón en su obra De las leyes dice que esos afectos desordenados son como cuerdas que tiran del ser humano y lo llevan de un lado para otro. Cita también a Cicerón y su referencia a las “chispitas de bien” que son apagadas por las falsas opiniones y malas costumbres. Apelando a otra metáfora, Calvino dice que el alma es como caballo salvaje que echa por tierra al jinete, que respinga y tira coces y “al dejar de la mano a la razón, entregándose a la concupiscencia se desboca y rompe del todo los frenos.”[10] Esta metáfora del desenfreno es usada varias veces en el Nuevo Testamento en pasajes como 1 Pedro 4.3 que se refiere a los gentiles que estaban “entregados al desenfreno”.
A modo de resumen de las ideas de los filósofos, citando la Ética de Aristóteles[11], Calvino dice que si tenemos opción de hacer el bien o el mal, también la tendremos para abstenernos de hacerlo y si somos libres de abstenernos, también lo seremos para hacerlo. De modo que parece que todo cuanto hacemos lo hacemos por libre elección. Calvino resume las ideas de los filósofos sobre el libre albedrío, diciendo: “En resumen, ésta es la doctrina de los filósofos: La razón, que reside en el entendimiento, es suficiente para dirigirnos convenientemente y mostrarnos el bien que debemos hacer; la voluntad, que depende de ella, se ve solicitada al mal por la sensualidad; sin embargo, goza de libre elección y no puede ser inducida a la fuerza a desobedecer a la razón”.[12]
2. El libre albedrío según los Padres de la Iglesia
Calvino pasa luego a analizar la visión que han reflejado los Padres de la Iglesia respecto al libre albedrío. Entiende que los Padres han aceptado las nociones de los filósofos griegos en una medida que es mucho mayor de lo que hubiera sido de desear. Y ello, entiende, por dos razones: a) temían que si quitaban toda la libertad al ser humano para hacer el bien los filósofos de ideas contrarias se mofarían de ellos; b) para que la carne, que es débil y tarda para el bien, no encontrara en ello nuevo motivo de indolencia y descuido para hacer el bien. Cita entonces varias sentencias de Crisóstomo: “Dios nos ha dado la facultad de obrar bien o mal, dándonos el libre arbitrio para escoger el primero y dejar el segundo; no nos lleva a la fuerza, pero nos recibe si voluntariamente vamos a Él.”[13] Y: “Muchas veces el malo se hace bueno si quiere, y el bueno cae por su torpeza y se hace malo, porque Dios ha conferido a nuestra naturaleza el libre albedrío [...]”[14] Cita a San Jerónimo que afirmó: “A nosotros compete el comenzar, a Dios el terminar; a nosotros, ofrecer lo que podemos; a Él hacer lo que no podemos.”[15] Esta muestra de las ideas patrísticas sobre el libre albedrío, Calvino las juzga como imprecisas, variables, dudosas y oscuras. Exceptúa, sin embargo, a San Agustín, que es el único escritor dentro de los Padres que ha sido claro en su exposición. Todos fueron de mal en peor, hasta llegar a afirmar que el hombre está corrompido solamente en su naturaleza sensual, pero que su razón es perfecta y conserva casi en plenitud la libertad de la voluntad. En cambio, San Agustín se ha destacado por la claridad de su posición cuando dice: “Los dones naturales se encuentran corrompidos en el hombre, y los sobrenaturales –los que se refieren a la vida eterna– le han sido quitados del todo.”[16]
Calvino cita luego algunas definiciones del libre albedrío. Primeramente consigna la definición de Orígenes: “el libre albedrío es la facultad de la razón para discernir el bien y el mal, y de la voluntad para escoger lo uno de lo otro.”[17] San Bernardo: “un consentimiento de la voluntad por la libertad, que nunca se puede perder, y un juicio indeclinable de la razón.”[18] San Anselmo: “una facultad de guardar rectitud a causa de sí misma.”[19] Por su parte el Maestro de las Sentencias, o sea Pedro Lombardo y los doctores escolásticos, dice Calvino que prefirieron la definición de San Agustín “por ser más clara y no excluir la gracia de Dios, sin la cual sabían muy bien que la voluntad del hombre no puede hacer nada.”[20] Recogiendo toda esta información que surge de la patrística, Calvino entiende que todos los Padres están de acuerdo en que “albedrío” se refiere ante todo a la razón, que tiene como oficio discernir entre el bien y el mal. Por su parte el adjetivo “libre” se refiere a la voluntad que puede decidirse por una cosa u otra. Esto se sintetiza bien en la cita que Calvino hace de la definición de Santo Tomás de Aquino: “el libre albedrío es una facultad electiva que, participando del entendimiento y de la voluntad, se inclina sin embargo más a la voluntad.”[21]
Calvino dedica un párrafo aclaratorio al tema “De la potencia del libre arbitrio. Distinciones” para decir que en el libro de la vocación de los Gentiles, que se atribuye a San Ambrosio, se distinguen tres maneras de voluntad: sensitiva, animal y espiritual. Que las dos primeras están en la facultad del hombre pero la tercera es obra del Espíritu Santo en él. Y es allí donde el gran maestro francés enuncia su método: “Después veremos si esto es verdad o no. Ahora mi propósito es exponer brevemente las opiniones de los otros; no refutarlas.”[22] Cita en ese párrafo las distinciones que las escuelas teológicas han hecho de la libertad, hablando de tres géneros: libertad de necesidad, de pecado y de miseria. Comentan que la primera no puede de ninguna manera estar ausente del ser humano porque es constitutiva de su naturaleza, pero que las otras dos se perdieron por el pecado. Y admite: “Yo acepto de buen grado esta distinción, excepto el que en ella se confunda la necesidad con la coacción. A su tiempo se verá cuanta diferencia existe entre estas dos cosas.”[23] Lo que es destacable aquí es la claridad de método que sigue Calvino. Cita perspectivas, las evalúa, pero suspende el juicio sobre ellas para más adelante.[24] Luego se refiere a la “gracia cooperante” de los escolásticos. Cita al Maestro de las Sentencias, Pedro Lombardo, quien decía que hay dos clases de gracia necesarias para el hombre a fin de hacerlo idóneo para obrar el bien: la gracia operante (que obra) y la gracia cooperante (que obra juntamente). Con esa perspectiva coincidía San Bernardo diciendo que toda buena voluntad es obra de Dios, pero que el hombre por su propio impulso puede desear esa buena voluntad. Sin embargo, Calvino critica a Lombardo diciendo que “el Maestro de las Sentencias entendió mal a san Agustín, aunque él piensa que le sigue con su distinción.”[25]
A modo de conclusión de esta revisión que Calvino hace de la patrística, dice el pensador francés que la expresión “libre albedrío” es desafortunada y peligrosa. Porque, según lo expuesto, el hombre tiene libre albedrío no porque sea libre para elegir entre lo bueno y lo malo sino porque el mal que hace lo realiza voluntariamente y no por coacción. Entonces, juzga de “título tan arrogante” llamar a eso “libre albedrío”. Por el contrario, Calvino afirma “que conociendo nuestra natural inclinación a la mentira y la falsedad, más bien encontraremos ocasión de afianzarnos más en el error por motivo de una simple palabra, que de instruirnos en la verdad mediante una prolija exposición de la misma.”[26] A partir de este enunciado, Calvino se dedica a exponer la correcta opinión de San Agustín sobre el tema. Comienza por indicar que San Agustín no duda en llamar al libre albedrío como “siervo”.[27] Admite que en otros lugares de su obra Agustín se vuelve contra los que niegan el libre albedrío, pero aclara que es para refutar a quienes pretenden excusar al ser humano de su pecado. Pero en otro lugar “confiesa que la voluntad del hombre no es libre sin el Espíritu de Dios, pues está sometida a la concupiscencia, que la tiene cautiva y condenada.”[28] El hombre perdió su libre albedrío[29], el cual “está cautivo, y no puede hacer nada bueno.”[30] Por lo tanto, la voluntad del hombre no es libre sino cuando el Espíritu viene en su ayuda y es liberada por Dios.[31] Calvino cita el texto de 2 Corintios 3.17 que afirma que “donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.” Y remata toda esta recorrida por los textos agustinianos, citando la contundente conclusión del teólogo africano: “El libre albedrío, sin duda alguna es libre, pero no liberado; libre de justicia, pero siervo del pecado.”[32] Como exhortación final de esta sección de la Institución, Calvino insta a renunciar al uso de la expresión “libre albedrío” por ser un término enojoso ya que no permite glorificar a Dios y recibir sus gracias. Para estos asertos, se apoya en textos clave como: Jeremías 17.5; Salmo 147.10; Isaías 40.29-31 y Santiago 4.6. Pero no todo está solucionado y explicado cabal y satisfactoriamente en la exposición de Calvino. Él mismo es consciente del problema que implica negar el libre albedrío y, por otra parte, reconocer que el ser humano, aún en el estado de pecado puede hacer buenas obras. Es esto lo que nos ocupará en el próximo acápite:
3. El libre albedrío, los dones naturales y sobrenaturales
En este punto, Calvino cita una sentencia de San Agustín: “Los dones naturales están corrompidos en el hombre por el pecado, y los dones sobrenaturales los ha perdido del todo."[33] Cuando el hombre abandonó el Reino de Dios, entonces fue privado de los dones espirituales para alcanzar la vida eterna. Desterrado del Reino, todas las cosas referidas a la vida bienaventurada están muertas. Sólo por la gracia de la regeneración el ser humano podrá recobrar la fe, el amor a Dios, la caridad del prójimo, el deseo de la santidad y la justicia. Al sufrir la corrupción de los dones naturales, tanto la voluntad como el entendimiento han sido afectados por el pecado de modo que, aunque todavía el ser humano distingue entre el bien y el mal, esa intelección ha sido debilitada y dañada por el pecado. Citando las palabras del Evangelio “la luz luce en las tinieblas, mas las tinieblas no la comprendieron” (Jn. 1.5), Calvino dice que “en la naturaleza humana, por más pervertida y degenerada que esté, brillan ciertos destellos que demuestran que el hombre participa de la razón y se diferencia de las fieras brutas puesto que tiene entendimiento.”[34] Pero esa luz está sofocada por una oscuridad de ignorancia que no puede tornarla eficaz. Calvino es consciente de todas las implicaciones que estas cuestiones encierran y, por lo tanto, procede a una extensa referencia a la “corrupción de la inteligencia.”
Calvino comienza por distinguir entre inteligencia de las cosas terrenas e inteligencia de las cosas celestiales, postulando que “la inteligencia de las cosas terrenas es distinta de la inteligencia de las cosas celestiales”.[35] Bajo la primera clase están comprendidas realidades como el Estado, la familia, las artes mecánicas y liberales. Primeramente, se refiere al orden social y, siguiendo a Aristóteles –aunque en este contexto no lo mencione específicamente– dice que “el hombre es por su misma naturaleza sociable, siente una inclinación natural a establecer y conservar la compañía de sus semejantes.”[36] Admite que en todos los hombres hay cierto germen de orden político. En lo que se refiere a las artes mecánicas y liberales se ve que en ellas también tiene el entendimiento humano alguna virtud. Pero criticando a Platón, dice que el maestro ateniense “se engañó pensando que esta comprensión no era más que acordarse de lo que el alma sabía ya antes de entrar en el cuerpo.”[37] Sin embargo esa crítica no le conduce a rechazar del todo a Platón ya que “la razón nos fuerza a confesar que hay como cierto principio de estas cosas esculpido en el entendimiento humano.”[38] Más adelante, y reflejando cierta influencia tomista[39], Calvino dice: “Si reconocemos al Espíritu de Dios como única fuente y manantial de la verdad, no desecharemos ni menospreciaremos la verdad donde quiera que la halláremos; a no ser que queramos hacer una injuria al Espíritu de Dios, porque los dones del Espíritu no pueden ser menospreciados sin que Él mismo sea menospreciado y rebajado”.[40]
El principio axiomático de que toda verdad viene de Dios, Calvino lo aplica a tres ejemplos: los juristas, los médicos y los filósofos. Los primeros, porque constituyeron con equidad un orden recto y una política justa. En cuanto a los médicos, los artistas y los filósofos, porque “es imposible leer los libros que sobre estas materias escribieron los antiguos, sin sentirnos maravillados y llenos de admiración.”[41] Aporta luego el ejemplo bíblico de Bezaleel y Aholiab que tuvieron la inspiración del Espíritu de Dios para hacer la obra de arte para el tabernáculo (Ex. 31.2 y 35.30-40) de lo cual deriva que “no hay que maravillarse si decimos que el conocimiento de las cosas más importantes de la vida nos es comunicado por el Espíritu de Dios.”[42] Para que se tergiverse su pensamiento, Calvino aclara que la residencia del Espíritu se da sólo en los fieles, lo cual ha de entenderse como Espíritu de santificación. Pero, al mismo tiempo, “Dios no cesa de llenar, vivificar y mover con la virtud de ese mismo Espíritu a todas sus criaturas; y ello conforme a la naturaleza que a cada una de ellas le dio al crearlas.”[43] Este concepto es sumamente importante y digno de ser destacado cuando observamos las tendencias “antimundo” y “anticultura” que se dan en ciertos ámbitos de perfil fundamentalista, donde ser santo significa aislarse de la cultura, de la sociedad y del arte porque “son del diablo”.[44] Tenemos aquí un concepto mucho más abarcador y más bíblico que nos permite percibir la presencia del Espíritu aún en las esferas de la cultura y del arte humanos. Desde una perspectiva cósmica, el teólogo reformado Jürgen Moltmann reflexiona: “Tiene sentido, por lo tanto, hablar de la comunión de la creación y reconocer la actuación del Espíritu divino creador de vida en la formación de las comunidades de las criaturas.”[45] Calvino concluye esa sección diciendo que “la razón es propia de nuestra naturaleza, la cual nos distingue de los animales brutos, como ellos se diferencian por los sentidos de las cosas inanimadas.”[46] La gracia general de Dios limita la corrupción de la naturaleza, porque si Dios no nos hubiera preservado, la caída de Adán hubiera destruido por completo lo que se nos había dado en la creación.
Ahora bien, ¿cómo podemos conocer las cosas celestiales? Porque ya ha quedado establecido que por la razón y la acción del Espíritu Santo en las criaturas, estas pueden conocer las cosas terrenales. Pero cuando nos referimos a las cosas celestiales, la sabiduría celestial que consiste en conocer a Dios, su voluntad paternal y cómo regirnos en nuestras vidas, las cosas son diferentes. Porque no podemos por nosotros mismos conocer al Dios verdadero. Aquí, Calvino es rotundo: los seres humanos están incapacitados para conocer por sí mismos esa sabiduría divina. Ciertamente, él es consciente de que los seres humanos tienen algún gusto de la divinidad. Pero ese conocimiento es a la manera del relámpago que ilumina un trecho de espacio de un caminante pero que una vez que intenta moverse, ya está de nuevo rodeado por las tinieblas. En cuanto a los filósofos: “aquellas gotitas de verdad que los filósofos vertieron en sus libros ¡con cuántas horribles mentiras no están mezcladas!”[47] Una vez más recurre al testimonio bíblico, citando textos clave: Juan 1.4-5 y 13 y Mateo 16.17 que muestran que las tinieblas no comprendieron a la luz que resplandecía, que sólo los creyentes que reciben a Cristo son engendrados por Dios y que las cosas de Dios sólo se comprenden por revelación especial del Padre. Por lo tanto, sin regeneración e iluminación no es posible conocer a Dios. Porque “el entendimiento humano en las cosas espirituales no puede entender más que en cuanto es iluminado por Dios.”[48]
Del modo expuesto, Calvino ha desarrollado el tema de la corrupción de la inteligencia. Ahora pasa a estudiar el tema de la corrupción de la voluntad. Su tesis es que el deseo natural del bien no prueba la libertad de la voluntad. Aquí, el argumento se fundamenta en el pasaje de Pablo en Romanos 7.14-25 que, para Calvino, contradice a los teólogos escolásticos. Conocemos el pasaje: Pablo expresa que desea hacer el bien pero termina haciendo el mal. Lo que en nuestros tiempos, y con magistral creatividad comenta el biblista mexicano Juan Mateos: “El bien que quiero hacer, no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que me sale. Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo quien actúa, sino el pecado que llevo dentro” (7.20). Es la esquizofrenia: ‘Yo, que con mi razón estoy sometido a la Ley de Dios, por mis bajos instintos soy esclavo de la ley del pecado’ (7.26)”.[49]
Se ha debatido mucho sobre el significado de esta lucha que refleja Pablo en el texto.[50] Para Calvino, se trata del hombre regenerado porque, a modo de pregunta retórica dice: “¿Quién puede llevar en sí mismo tal lucha, sino el que, regenerado por el Espíritu de Dios lleva siempre en sí restos de su carne?”[51] Calvino pone en evidencia una interpretación que San Agustín hizo del pasaje paulino como una aplicación a la naturaleza del hombre. Pero luego se retractó, admitiendo su errónea exposición.[52] En conclusión, Calvino recuerda las palabras de Jesús: “Todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (Jn. 8.34). Por lo tanto, todos somos pecadores por nuestra naturaleza, estamos sometidos al pecado y, por necesidad, nuestra voluntad “sede principal del pecado, tiene que estar estrechamente ligada. Pues no podría ser verdad en otro caso lo que dice san Pablo, que Dios es quien produce en nosotros el querer (Flp. 2.13), si algo de nuestra voluntad precediese a la gracia del Espíritu Santo.”[53] Como no podría ser de otro modo, Calvino concluye su argumentación sobre el libre albedrío, citando a San Agustín: “Dios te ha prevenido en todas las cosas; prevén tú alguna vez su ira. ¿De qué manera? Confiesa que todas estas cosas las tienes de Dios, que todo cuanto de bueno tienes viene de Él, y todo el mal viene de ti.” Y concluye él: “Nosotros no tenemos otra cosa sino el pecado.”[54]
La argumentación de Calvino sobre el libre albedrío no concluye exactamente aquí. Todavía, el gran reformador francés continúa con los temas de la naturaleza corrompida del hombre, de la necesidad de la regeneración, del cambio de la voluntad, de la gracia y del modo en que Dios obra en el corazón del ser humano. Su conclusión es que hay que distinguir bien de qué se trata cuando hablamos del libre albedrío. No hay que examinarlo según los acontecimientos exteriores sino considerarlo en el interior mismo del hombre. Y en este sentido, aclara: “Lo que se pregunta es si tiene en todas las cosas libertad de elección en su juicio para discernir entre el bien y el mal y aprobar lo uno y rechazar lo otro; y asimismo, la libertad de afecto en su voluntad, para apetecer, buscar y seguir el bien, y aborrecer y evitar el mal. Porque si el hombre posee estas dos cosas, no será menos libre respecto a su albedrío encerrado en una prisión [...]”.[55]
No cabe duda de que, planteado de ese modo, el ser humano está lejos de poseer el libre albedrío que le permita tener en todas las cosas libertad de elección, discernimiento cabal del bien y el mal, aprobación de lo primero y rechazo de lo segundo y, sobre todo, libertad de afecto para apetecer, buscar y seguir siempre el bien. La conclusión a la que arriba Calvino es coherente con toda su larga argumentación, la que nos conduce a una serie de implicaciones importantes.
Conclusiones
El tema del libre albedrío es uno de los más importantes dentro del campo de la antropología bíblica y teológica. Existe la sospecha de que hay poca precisión sobre el tema, con cierta tendencia a reconocer su existencia en el ser humano, aunque sin saber sus alcances y limitaciones.
La exposición de Calvino sobre el tema es amplia, razonada y documentada. Comienza por apelar a los filósofos griegos, citando a Platón, Cicerón y Aristóteles. A modo de resumen de sus ideas, dice que según ellos, la razón, que reside en el entendimiento, es suficiente para dirigirnos convenientemente y mostrarnos el bien que debemos hacer. En cuanto a la voluntad, que depende de ella, se ve solicitada al mal por la sensualidad, pero pese a ello, goza de libre elección y no puede ser inducida a la fuerza a desobedecer a la razón. Esta perspectiva es criticada por Calvino porque pareciera mostrar que el ser humano peca sin estar obligado a ello, sino que de alguna manera lo hace voluntaria y libremente.
En lo que se refiere a la patrística, Calvino recorre varios autores, entre los que menciona a Orígenes, Crisóstomo, el Maestro de las Sentencias y, sobre todo, San Agustín. Fuera de este último, juzga a todos como demasiado dependientes de los filósofos griegos, a los cuales han seguido de un modo que no es conveniente. Sólo San Agustín se distingue de ellos a mostrar que el ser humano, por la caída, ha sufrido un deterioro en sus dones naturales mientras los dones sobrenaturales los ha perdido totalmente. Pero Calvino es consciente de que en los seres humanos brillan ciertos destellos de la razón. ¿Cómo explicar el fenómeno? Pues apelando al argumento de que por los dones naturales el ser humano puede captar y entender las cosas terrenales. En cuanto a las celestiales, es imposible que las entienda a menos que obre el Espíritu de Dios en iluminación y regeneración.
Hay un tema que merece ser ampliamente destacado. Calvino reconoce la existencia de verdades que son transmitidas por los juristas, los médicos, los artistas y los filósofos. Coincidiendo con lo que Santo Tomás decía al respecto, afirma que toda verdad, en último análisis, viene de Dios. Esta acción del Espíritu de Dios en la creación y en toda manifestación humana, no hay que confundirla con la presencia especial de ese Espíritu en los hijos de Dios. Es muy importante ver que Calvino lejos está de representar la actitud y postura de muchos evangélicos que hacen una ruptura con la cultura, la filosofía, el derecho y toda manifestación artística. Por el contrario, reivindica todas esas manifestaciones que atribuye a la gracia general de Dios y que al fin nos deben conducir a las gloria del Creador.
Fiel al pensamiento de San Agustín, lo cual a veces lo conduce a expresar una visión negativa del placer, Calvino llega a la conclusión de que la “caída” ha afectado la inteligencia y la voluntad humanas. Luego, sólo por una operación de regeneración e iluminación operadas por el Espíritu de Dios, el ser humano puede alcanzar una verdadera libertad de pensamiento y de acción porque “donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.” (2 Co. 3.17). Los datos bíblicos y la experiencia humana en la historia, prueban la veracidad del punto de vista de Calvino. Es evidente que si bien el ser humano peca no por estar coaccionado a ello –podría decirse, ejerciendo mal su libertad– no tiene un libre albedrío en términos de distinguir siempre y con exactitud el bien del mal, aprobar el primero y rechazar el segundo y gozar de una libertad de afecto en su voluntad para apetecer y seguir el bien evitando el mal. Se trata, en todo caso, de un “albedrío encerrado en una prisión”.La exposición del libre albedrío elaborada por Calvino pone en claro que el ser humano, muy a pesar de las posibilidades que todavía le asisten para distinguir de alguna manera entre el bien y el mal, elaborar pensamientos filosóficos y obras de jurisprudencia y artísticas, ha quedado fatalmente afectado por el pecado. Por lo tanto, su libre albedrío es totalmente relativo e insuficiente. Sólo la gracia especial de Dios y la obra regeneradora e iluminadora del Espíritu Santo pueden restituirle un libre albedrío que le permita discernir cabalmente entre el bien y el mal, y desear ardientemente hacer la voluntad de Dios. Sin esa asistencia, ese pretendido libre albedrío sería mejor un servum arbitrium como antes lo había denominado Lutero en su fuerte polémica con Erasmo. Resultaría muy interesante comparar la visión de Calvino precisamente con la de su predecesor Lutero.[56] Pero eso ya es harina de otro costal. Creemos que lo expuesto es suficiente como material de análisis de un tema que, como lo dijera el propio Calvino al final de su exposición, debe ser visto no tanto en las manifestaciones exteriores de la persona humana sino, sobre todo, en lo que acontece en su interioridad, es decir, su inteligencia y su voluntad, que necesitan de la asistencia del Espíritu de
Dios para ser restauradas a la intención original del Creador.
Notas
[1] En este trabajo citamos de la siguiente versión española: Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, vol. I, Rijswijk, Países Bajos, Fundación editorial de literatura reformada, 1968, Libro II, capítulo II.
[2] La importancia que ha tenido la antropología de Calvino supera el tratamiento meramente teológico para entrar en la consideración de la filosofía. Por caso, cabe mencionar a Martin Heidegger quien en su Ser y Tiempo cita a la Institución de Calvino como un ejemplo de la idea de trascendencia, es decir, de que el hombre es algo que alcanza más allá de sí mismo. Heidegger específicamente cita el texto latino: “His praeclaris dotibus excelluit prima hominis conditio, ut ratio, intelligentia, prudentia, iudicium non modo ad terrenae vitae gubernationem suppeterent, sed quibus transcenderat usque ad Deum et aeternam felicitatem.” El ser y el tiempo, Barcelona: RBA Coleccionables S. A., 2002, p. 54. El párrafo citado por Heidegger corresponde a la Institución, vol. I, Libro I, capítulo XV (p. 123) que reza: “Éstas son las excelentes dotes con que el hombre en su primera condición y estado estuvo adornado; tuvo razón, entendimiento, prudencia y juicio, no solamente para dirigirse convenientemente en la vida presente, sino además para llegar hasta Dios y a la felicidad perfecta.”
[3] Op. cit., p. 171.
[4] Ibíd.., p. 172.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd..,
[8] Ibíd.., p. 173.
[9] El tono como se expresa Calvino cuando se refiere al “placer” muestra la influencia agustiniana, rayana con la negación del deleite sensitivo como parte constitutiva del ser humano.
[10] Ibíd..
[11] Aristóteles, Ética, Libro III, capítulo V.
[12] Op. Cit., p. 174.
[13] Crisóstomo, Homilías de la traición de Judas, I, 3, citado por Calvino, Ibíd..
[14] Crisóstomo, Sobre el Génesis, homilía XIX, 1, citado en Ibíd..
[15] Citado en Ibíd., sin referencia a la fuente.
[16] Citado en Ibíd.., p. 175, sin referencia a la fuente.
[17] De Principiis, libro III, citado en Ibíd.., p. 176.
[18] De la gracia y el libre albedrío, capítulo II, 4, citado en Ibíd..
[19] Diálogo sobre el Libre Albedrío, capítulo III, citado en Ibíd..
[20] Ibíd..
[21] Summa Teologica, Parte I, cues. 83, art. 3, citado en Ibíd..
[22] Ibíd.
[23] Ibíd.., p. 177
[24] Este estilo de argumentación y metodología puede percibirse hoy en textos del filósofo protestante francés Paul Ricoeur. Por ejemplo, dice en uno de sus ensayos: “Mi hipótesis de trabajo es ésta: desde los orígenes de la fe de Israel y de la fe de la Iglesia primitiva, es posible distinguir una dialéctica de la fe y la religión, un movimiento de la fe originalmente dirigido contra su propio soporte y su propio vehículo religioso.” El lenguaje de la fe, Buenos Aires: La Aurora, 1978, p. 54. Otro ejemplo: “Considero que, en lo referente a la figura del padre, pueden retenerse de la obra de Freud tres temas que corresponden a tres momentos de mi hipótesis de trabajo. Son los mismos que nos permitirán construir, ulteriormente el esquema de la paternidad cuando hayamos atravesado los demás planos de articulación de la figura del padre.” El conflicto de las interpretaciones. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 422-423.
[25] Op. Cit., p. 177.
[26] Ibíd., p. 178.
[27] San Agustín, Contra Juliano, Libro II, capítulo 8. Cit. en Ibíd.
[28] San Agustín, Epístola a Atanasio, 145, 3, Cit. en Ibíd., p. 179.
[29] San Agustín, Enquiridión, 9, 30. Cit. en Ibíd.
[30] San Agustín, A Bonifacio, Libro III, capítulo 8. Cit. en Ibíd.
[31] San Agustín, A Bonifacio, Libro III, capítulo 7. Cit. en Ibíd.
[32] San Agustín, De la corrección y de la gracia, XIII, 42. Cit. en Ibíd.
[33] Ibíd. p. 182. Sin referencia a la fuente.
[34] Ibíd., p. 183.
[35] Ibíd., p. 184.
[36] Ibíd.
[37] Ibíd., p. 185.
[38] Ibíd.
[39] En efecto, Santo Tomás dice respecto a Dios y la verdad: “Si, pues, hay verdad en Dios, se sigue que todo lo verdadero proviene de El.” Suma Teológica, tomo I, 3ra. Edición, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1964, 1, q. 16 a. 5, p. 643.
[40] Ibíd., p. 186.
[41] Ibíd. Por su parte Timothy George, aunque admite que ciertos pasajes de la Institución (por caso Vol. I, 5.4) parecieran ser fundamento para mostrar el pesimismo de Calvino hacia la humanidad, dice que no debemos hacer de ello una caricatura, porque “no está de acuerdo con el profundo aprecio de Calvino por los logros humanos en ciencia, medicina, literatura, arte y otras disciplinas.” Theology of reformers, Nashville: Broadman Press, 1988, p. 213.
[42] Ibíd.
[43] Ibíd.
[44] Para una crítica de esta tendencia y una invitación a ampliar el horizonte de comprensión del término “mundo” en el Nuevo Testamento, véase Alberto F. Roldán, Señor Total, Buenos Aires: Publicaciones Alianza, 1998, pp. 126-145.
[45] Jürgen Moltmann, O Espírito de vida. Uma pneumatologia integral, Petrópolis: Vozes, 1999, p. 214. (Versión española: El Espíritu de la vida, Sígueme). Allí, Moltmann cita el salmo 104 como un texto que habla de la “comunión de la creación.”
[46] Op. cit., p. 187.
[47] Ibíd., p. 188.
[48] Ibíd., p. 189.
[49] Juan Mateos, Cristianos en fiesta, Madrid: Cristiandad, 1975, p. 172. “Bajos instintos” es la traducción dinámica de sarx vertido generalmente por “carne” en las versiones de la Biblia más clásicas como Reina Valera. Nos parece una traducción creativa, sólo que puede conducir al lector a pesar que “lo carnal” sólo tiene que ver con lo sexual. Véase la lista de las “obras de la carne” en Gálatas 5.19-21.
[50] Para las varias interpretaciones véase especialmente John Murray, The epistle to the Romans, The New International Commentary on the New Testament, Grand Rapids: Eerdmans, 1968, pp. 256-257. Por su parte Karl Barth en su influyente comentario a Romanos, trata esta sección como un ejemplo de “la realidad de la religión” porque “cuando reconocemos la peculiar pecaminosidad del hombre religioso y vemos el pecado abundar en él, estamos capacitados para comprender el significado de la gracia más excedentemente abundante (v. 20) y la necesidad de que la misericordia divina pueda actuar a pesar del pecado.” The epistle to the Romans, New York: Oxford University Press, 1968, p. 257. Hay traducciones al español y al portugués.
[51] Op. Cit., p. 196.
[52] Como prueba, cita Retractaciones, Libro I, 23. Cit. en Ibíd.
[53] Ibíd.
[54] San Agustín, Sermón 176. Cit. en Ibíd, p. 197.
[55] Ibíd., pp. 219-220.
[56] El texto fundamental de Lutero es La voluntad determinada (De servo arbitrio), Obras de Martín Lutero, vol. 4, Buenos Aires: Paidós, 1976, especialmente pp. 123-137
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